martes, 17 de noviembre de 2015

Hoy he mirado la luna y tenía forma de cruasán.

En el camino de la estación de tren a mi casa hay un gabinete de psicología. Son curiosos los gabinetes de psicología. Yo voy a mi psicóloga una vez cada quince días. Creo que todo el mundo debería ir a terapia de vez en cuando. Sienta bien. Es como hacer limpieza en tu mente, como duchar tu cerebro. Te deja como nueva.
Son curiosos los gabinetes de psicología. El mío es un gran piso que se encuentra en un edificio en el centro de Madrid. Me encantaría vivir en ese piso. Es enorme. Es un poco oscuro, pero se le puede sacar mucho partido; tiene muchas habitaciones. En cada habitación hay un terapeuta. Algunos días están casi todas llenas, algunos están casi todas vacías. Cuando entras, tras atravesar el recibidor, te diriges a una pequeña sala de espera. Tiene un sofá que es muy grande y acogedor. A mí me gusta desplomarme en él y en seguida volver a ponerme recta y como Dios manda. Hay varias sillas, cinco creo, y un cuadro delgado y alargado de una copia de los planos del puente de Brooklyn. Siempre hay luz artificial de color amarillo, a veces anaranjado. Hay revistas bastante actualizadas que los pacientes hojean cuando llevan más de diez minutos esperando.
Son curiosos los gabinetes de psicología. Llegas a la salita, saludas tímidamente a quien haya allí esperando y te sientas. Te quedas quietecita, sacas tu móvil, lo miras sin ganas. Esperas. Se escucha a los y las pacientes hablando. Es un sonido apagado y lejano, aunque a veces cobra algo de fuerza. Cuando voy los martes distingo la voz de una chica de mi edad que está siempre muy airada. Si voy los viernes hay silencio. Nadie habla con nadie, nadie hace ruido: todos y todas parecemos invisibles. Precisos como un cuentagotas, los terapeutas asoman su cabeza por la puertecita y sonríen a su paciente. Ésta es la señal que indica que te has de levantar e ir con tu psicólogo o psicóloga a su despachito. En ocasiones también dicen buenas tardes o hacen un gesto de asentimiento con la cabeza. Mi psicóloga dice pasa y sonríe. Si no ven a su paciente se vuelven por donde han venido. Acompañas a tu terapeuta y comienzas la sesión. Charlas con ella durante media hora o cuarenta minutos. Te responde cosas que tú no habías pensado. Sales como si te acabasen de dar un masaje al cerebro y dispuesta a hacer todos esos propósitos que has hecho en los últimos treinta minutos o a decir todas las cosas que sabes que van a cambiar tu vida. A veces lo haces, a veces no. Yo muchas veces lo hago y muchas veces no. Cuando lo hago me da unos resultados maravillosos.
Son curiosos los gabinetes de psicología. Nos cruzamos con gente que están allí porque como nosotros quieren que alguien les ayude a ver las cosas más claras y a hacer su vida más fácil. Pero no nos decimos nada. Aparentamos una presencia y una valentía, una fuerza que es muy probable que no tengamos, o que esté muy escondida, debilitada. Ya estamos bastante desnudos dejándonos ver en un loquero como para exponernos más. Nos quedamos serios como si debiéramos estar avergonzados de estar allí.
Todo lo contrario.
De vez en cuando hay que pedir ayuda.

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