Mis niñas se llaman Manuela.

A Manuela le gustaba dibujar. Todos los lunes había clases de dibujo en su colegio, en el aula de pintura. Era algo que hacía de los lunes un día algo mejor. Las clases las impartía Julián, el profesor de lengua de su hermano menor, que al parecer sabía hacer de todo: dibujaba, escribía, actuába, tocaba el piano a las mil maravillas, cantaba como los ángeles y siempre tenía una sonrisa en la cara. El hombre perfecto, según muchas madres de alumnos y alumnas, que suspiraban por él a la salida del colegio. Manuela las había oído muchas veces cuchichear y reirse de una manera estúpida cuando le veían salir del centro y montarse en su bicicleta naranja, para salir corriendo apresuradamente.

A Manuela le gustaba dibujar. Dibujaba árboles, dibujaba peces. Dibujaba mariposas, y también piedras. Dibujaba sonrisas y reencuentros. A veces incluso despedidas, pero sólo si no iban a ser por mucho tiempo. Manuela dibujaba sueños. Y todo esto lo plasmaba en el papel de una forma tan realista, que su hermano había tenido miedo de que saltasen del cuaderno y se pusiesen a correr por la habitación. Imagínate. Tu dormitorio lleno de peces, de árboles, de mariposas que se despiden y piedras sonrientes

¿Podría realmente ocurrir? ¿Podrían todos estos seres coloridos cobrar vida? La simple idea hacía estremecerse a nuestra artista. ¿Sería posible? Pintar lugares mágicos, mundos de fantasía donde todo es posible, y que más tarde sean reales. Animales extravagantes, y habitantes con divertidos atuendos, luces de colores para el día y la noche, algodón de azucar a montones. Todas estás cosas quería crear Manuela. Y tanto empeño le puso, que lo consiguió.

Ahora Manuela escribe cuentos, fabrica universos donde todo es posible. Todas sus fantasías estan guardadas entre páginas de papel, donde existe todo y nada.