sábado, 22 de agosto de 2015

Capítulo VI

Nunca le había gustado hacer maletas. Tampoco deshacer maletas. Lo peor era volver a hacer la maleta cuando termina tu viaje, tienes que volver a casa e ir preparándote mentalmente para madrugar y volver a hacer todas esas cosas que realmente no quieres hacer. Y te da pereza, te pesan los huesos, te pones triste y te quieres agarrar a las patas de esa cama, que no es tu cama, en la que has dormido los últimos días. Sin embargo esta vez no sentía nada de eso. Más bien rabia, impotencia, ganas de llorar incluso. Qué sano es llorar. Qué bien le sienta. Cómo le gusta. Tal vez demasiado. Su psicólogo decía que no pasaba nada, pero que tampoco se excediese. No podía usar el llanto como recurso constante a la hora de mejorar su estado tanto físico como anímico. Las lágrimas acabarían perdiendo su valor. Como la lluvia; la gente en el desierto aprecia, venera mucho más la lluvia que cualquier dublinés.
Resulta que esta vuelta a casa no le hacía ninguna gracia. Ni su madre la quería con ella. La echaba de la que una vez fue también su casa. No iba a poder pagar las facturas. Perdería todos sus ahorros. Tal vez si llamaba a alguna amiga, alguien que le pudiera ayudar a sentirse mejor… Pero, como había pasado siempre a lo largo de su vida, estaba sola. No lo pensarías si la ves caminando por la calle. Es tan guapa. A mí me parece muy guapa. Es morena, tiene una melena asombrosa. Espectacular. No sé cómo alguien puede tener una melena tan larga y tan bien cuidada. Entera. Una pieza. Se balanceaba cuando soplaba un poco el viento. Se mecía. Como cuando dejas la ventana abierta y las cortinas bailan. Exactamente así. Y tiene los ojos de color mar. Pero mar abierto, azul oscuro. A mi me dejan sin habla. Contrasta con la piel tan blanca que tiene; cuando se pinta los labios estoy convencida de que es una ninfa, un hada, una criatura de aquellas tan bellas que se encuentran en los libros de mitología. La belleza no garantiza la popularidad o la amistad. No lo hace.
Intentó hacer el viaje en coche algo más llevadero, poniendo aquel programa que tanto le gustaba, esa música brasileña que te transporta a la playa y al verano. Pero no lo consiguió. Llovía a cántaros, apenas podía ver la carretera. Se hacía de noche y no veía bien en la oscuridad. Le empezaba a entrar angustia. En seguida vendría un tramo de curvas. Se empezó a poner nerviosa. Tensa. Calma, calma. Respira hondo. Como en yoga. Agarró el volante firmemente. Allá iba. Curva a la derecha. Hecho. Curva a la izquierda. Hecho. Cuando iba a tomar la tercera curva, ya mucho más confiada, tuvo que frenar de golpe. Una sombra se le cruzó por delante, muy veloz, visto y no visto. Amanda frenó en seco. Comenzó a respirar tal vez demasiado rápido. Casi hiperventilando. El cinturón de seguridad se le había clavado en el hombro. Miró buscando a la sombra, verificando que no hubiese ningún herido mas desde su posición no podía ver nada. Tendría que salir a ver que todo estaba en orden. Si había golpeado a un animal o a una persona tendría que dar la cara y asumir las consecuencias. No podía salir corriendo, era demasiado fácil, era lo que hacía siempre que se enfrentaba a un obstáculo algo mayor. No, tenía que salir del coche, abandonar su zona de confort y darse de bruces con la realidad. Tal vez no fuese algo tan drástico, pero para nuestra profesora de matemáticas aquello era un gran paso. Con el corazón en la garganta, temblando como un flan, Amanda se desabrochó el cinturón y comenzó a abrir la puerta lentamente. Un pie, luego el otro. Respiró el aire de la noche. Qué frío. Y qué bien olía. Olía a lluvia, a agua, a tierra mojada, a bosque. No estaba lejos de la ciudad, pero aquella zona era como una pequeña reserva natural que los ecologistas de turno habían conseguido mantener alejada de las zarpas de los empresarios inmobiliarios. No circulaban apenas coches aquella noche. Se acercó al otro lado de la carretera y con cuidado inspeccionó el asfalto, la tierra húmeda: allí comenzaba el bosque. Amanda no encontraba nada, nada de nada. Hasta que, entre unos matorrales, algo pareció moverse. Se agachó para verlo mejor.
-¿Pero qué haces por aquí sola, mujer?- Una voz de hombre se dirigió a ella por detrás. Amanda dio un respingo. Ahora si que se había asustado.
-¿Usted quién es? ¿Sabe el susto que me ha dado? ¿Le parece normal ir asustando a desconocidas en medio de la noche?- El corazón de la mujer iba a mil por hora.
-¿Y a ti te parece normal meterte entre los arbustos aquí, al lado de la carretera esta inhóspita, en medio de la nada?- Sólo podía distinguir la silueta de su interlocutor, las luces del coche hacían un fuerte contraluz.
-No se meta en los asuntos de los demás, haga el favor.-
-Es que tratándose de mi profesora de mates que lleva dos semanas sin venir a clase…-
La persona se giró hacia la luz y Amanda pudo, por fin, descubrir su rostro. Era Saúl, uno de sus alumnos favoritos. ¿Qué demonios hacía un niño como él en un sitio como ese?
-¿Y tú que haces aquí a estas horas? ¿Tus padres saben que no estás durmiendo?-
-No hace falta. Estoy en una misión. Es importante.- El chaval parecía cómodo, relajado, todo lo contrario a lo que ella había visto en clase.
-¿Qué clase de misión es esa?- Amanda comenzó a caminar hacia el vehículo. Ya no le interesaba la sombra. -¿En qué consiste?-
-Consiste en salvarte de lo que sea que te está atormentando, de lo que te está jodiendo.-
Amanda se río y abriendo la puerta del coche dijo:
-Pero chiquillo, yo no necesito nada de eso. Yo estoy muy bien.-
-¿Y por qué no vienes a clase?- Saúl se encaminó al asiento del copiloto.
-Necesitaba cambiar de aires durante un tiempo.- Respondió sentándose al volante. No parecía muy feliz.
-No me lo creo.- Saúl también se sentó. Ambos cerraron las puertas.
-Lo que tu quieras.- Qué mal se le daba actuar a Amanda, no paraba de mirar al volante, intentar poner la radio, ponerse y quitarse el cinturón.- ¿Y tú a dónde vas ahora? ¿Te llevo a casa?-
-Déjame donde te venga bien.-
-¿Cómo? No vas a pasar la noche dando vueltas por ahí ¿o sí?-
-Depende.-
-Habla.-
-Hasta que tú no me digas qué te pasa y qué tengo que hacer para ayudarte no diré ni media palabra.-

Y así fue. Ninguno de los dos dijo nada durante todo el trayecto. Amanda le dejó por el centro y ambos se despidieron sin saber que sólo entre ellos podrían poner fin a su agonía, a su dolor de cabeza, a sus quebraderos de cabeza, a esas pesadillas que no les dejaban dormir, al insomnio, a la tristeza. No se daban cuenta de que tenían el antídoto a su enfermedad al lado, justo a su lado, que juntos era como mejor iban a sanar. Es algo que me revuelve las tripas. No dejar de lado el orgullo. El orgullo es una porquería. Hay momentos de la vida en los que tenemos que pedir ayuda, pedir socorro, me ahogo, que alguien haga algo. Pero ninguno de ellos quería reconocer ese momento. Se hundían y no querían reconocerlo. Eran tozudos capitanes de enormes barcos que no han de romperse nunca. Aunque, en ocasiones, se rompen.

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