Resulta que esta vuelta a casa no le
hacía ninguna gracia. Ni su madre la quería con ella. La echaba de la que una
vez fue también su casa. No iba a poder pagar las facturas. Perdería todos sus
ahorros. Tal vez si llamaba a alguna amiga, alguien que le pudiera ayudar a
sentirse mejor… Pero, como había pasado siempre a lo largo de su vida, estaba
sola. No lo pensarías si la ves caminando por la calle. Es tan guapa. A mí me
parece muy guapa. Es morena, tiene una melena asombrosa. Espectacular. No sé
cómo alguien puede tener una melena tan larga y tan bien cuidada. Entera. Una
pieza. Se balanceaba cuando soplaba un poco el viento. Se mecía. Como cuando
dejas la ventana abierta y las cortinas bailan. Exactamente así. Y tiene los
ojos de color mar. Pero mar abierto, azul oscuro. A mi me dejan sin habla.
Contrasta con la piel tan blanca que tiene; cuando se pinta los labios estoy convencida
de que es una ninfa, un hada, una criatura de aquellas tan bellas que se
encuentran en los libros de mitología. La belleza no garantiza la popularidad o
la amistad. No lo hace.
Intentó hacer el viaje en coche algo
más llevadero, poniendo aquel programa que tanto le gustaba, esa música
brasileña que te transporta a la playa y al verano. Pero no lo consiguió.
Llovía a cántaros, apenas podía ver la carretera. Se hacía de noche y no veía
bien en la oscuridad. Le empezaba a entrar angustia. En seguida vendría un
tramo de curvas. Se empezó a poner nerviosa. Tensa. Calma, calma. Respira
hondo. Como en yoga. Agarró el volante firmemente. Allá iba. Curva a la
derecha. Hecho. Curva a la izquierda. Hecho. Cuando iba a tomar la tercera
curva, ya mucho más confiada, tuvo que frenar de golpe. Una sombra se le cruzó
por delante, muy veloz, visto y no visto. Amanda frenó en seco. Comenzó a
respirar tal vez demasiado rápido. Casi hiperventilando. El cinturón de
seguridad se le había clavado en el hombro. Miró buscando a la sombra,
verificando que no hubiese ningún herido mas desde su posición no podía ver
nada. Tendría que salir a ver que todo estaba en orden. Si había golpeado a un
animal o a una persona tendría que dar la cara y asumir las consecuencias. No
podía salir corriendo, era demasiado fácil, era lo que hacía siempre que se
enfrentaba a un obstáculo algo mayor. No, tenía que salir del coche, abandonar
su zona de confort y darse de bruces con la realidad. Tal vez no fuese algo tan
drástico, pero para nuestra profesora de matemáticas aquello era un gran paso.
Con el corazón en la garganta, temblando como un flan, Amanda se desabrochó el
cinturón y comenzó a abrir la puerta lentamente. Un pie, luego el otro. Respiró
el aire de la noche. Qué frío. Y qué bien olía. Olía a lluvia, a agua, a tierra
mojada, a bosque. No estaba lejos de la ciudad, pero aquella zona era como una
pequeña reserva natural que los ecologistas de turno habían conseguido mantener
alejada de las zarpas de los empresarios inmobiliarios. No circulaban apenas
coches aquella noche. Se acercó al otro lado de la carretera y con cuidado
inspeccionó el asfalto, la tierra húmeda: allí comenzaba el bosque. Amanda no
encontraba nada, nada de nada. Hasta que, entre unos matorrales, algo pareció
moverse. Se agachó para verlo mejor.
-¿Pero qué haces por aquí sola,
mujer?- Una voz de hombre se dirigió a ella por detrás. Amanda dio un respingo.
Ahora si que se había asustado.
-¿Usted quién es? ¿Sabe el susto que
me ha dado? ¿Le parece normal ir asustando a desconocidas en medio de la
noche?- El corazón de la mujer iba a mil por hora.
-¿Y a ti te parece normal meterte
entre los arbustos aquí, al lado de la carretera esta inhóspita, en medio de la
nada?- Sólo podía distinguir la silueta de su interlocutor, las luces del coche
hacían un fuerte contraluz.
-No se meta en los asuntos de los
demás, haga el favor.-
-Es que tratándose de mi profesora
de mates que lleva dos semanas sin venir a clase…-
La persona se giró hacia la luz y
Amanda pudo, por fin, descubrir su rostro. Era Saúl, uno de sus alumnos
favoritos. ¿Qué demonios hacía un niño como él en un sitio como ese?
-¿Y tú que haces aquí a estas horas?
¿Tus padres saben que no estás durmiendo?-
-No hace falta. Estoy en una misión.
Es importante.- El chaval parecía cómodo, relajado, todo lo contrario a lo que
ella había visto en clase.
-¿Qué clase de misión es esa?-
Amanda comenzó a caminar hacia el vehículo. Ya no le interesaba la sombra. -¿En
qué consiste?-
-Consiste en salvarte de lo que sea
que te está atormentando, de lo que te está jodiendo.-
Amanda se río y abriendo la puerta
del coche dijo:
-Pero chiquillo, yo no necesito nada
de eso. Yo estoy muy bien.-
-¿Y por qué no vienes a clase?- Saúl
se encaminó al asiento del copiloto.
-Necesitaba cambiar de aires durante
un tiempo.- Respondió sentándose al volante. No parecía muy feliz.
-No me lo creo.- Saúl también se
sentó. Ambos cerraron las puertas.
-Lo que tu quieras.- Qué mal se le
daba actuar a Amanda, no paraba de mirar al volante, intentar poner la radio,
ponerse y quitarse el cinturón.- ¿Y tú a dónde vas ahora? ¿Te llevo a casa?-
-Déjame donde te venga bien.-
-¿Cómo? No vas a pasar la noche
dando vueltas por ahí ¿o sí?-
-Depende.-
-Habla.-
-Hasta que tú no me digas qué te
pasa y qué tengo que hacer para ayudarte no diré ni media palabra.-
Y así fue. Ninguno de los dos dijo
nada durante todo el trayecto. Amanda le dejó por el centro y ambos se
despidieron sin saber que sólo entre ellos podrían poner fin a su agonía, a su
dolor de cabeza, a sus quebraderos de cabeza, a esas pesadillas que no les
dejaban dormir, al insomnio, a la tristeza. No se daban cuenta de que tenían el
antídoto a su enfermedad al lado, justo a su lado, que juntos era como mejor
iban a sanar. Es algo que me revuelve las tripas. No dejar de lado el orgullo.
El orgullo es una porquería. Hay momentos de la vida en los que tenemos que
pedir ayuda, pedir socorro, me ahogo, que alguien haga algo. Pero ninguno de
ellos quería reconocer ese momento. Se hundían y no querían reconocerlo. Eran
tozudos capitanes de enormes barcos que no han de romperse nunca. Aunque, en
ocasiones, se rompen.
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