-Gente imbécil hay en todas partes, no hagas caso.- fue lo
que le dijo su madre nada más terminar de hablar. “Pues entonces todo el mundo
es imbécil ” pensó para sus adentros. Acababa de sufrir otra cena con esos
amigos que no conocía demasiado, pero lo justo para no poder rechazar sus
planes. De aquellos que conoces en Ibiza un verano en el que estabais hasta las
cejas continuamente o en el voluntariado de la Cruz Roja en Orcasitas cuando
acabaste el instituto, tal vez esos hijos de esos viejos amigos de tus padres
con quien jugabas de niña y te diste algún beso. No sabía por qué seguía yendo
si no podía aguantar más de tres comentarios sin poner los ojos en blanco. Y
nunca decía nada, porque se sentía en semejante compromiso que mostrarse en
desacuerdo sería casi una falta de respeto. Siempre eran cenas políticamente
correctas, en las que el mundo iba como la seda, estaban saliendo de la crisis
(que lo decían en la tele) y la brecha salarial era un invento de las
feminazis. A veces se acordaban de los pobrecitos de África y la India,
aquellos que realmente sí lo pasan mal, luego recordaban lo ineptos que eran
sus políticos y mostraban su incredulidad frente a la incapacidad de formar
gobierno. Claro que todos los políticos son iguales, qué vergüenza de país.
Ellas le enseñaban la foto de aquel chico que estaba tan tremendo pero que
desgraciadamente tenía novia (y ella no sabía como decirles que a la que
encontraba tremenda era a la novia) y le preguntaban si no había pensado nunca
en casarse. Le hervía la sangre y se le hinchaban las venas de la frente, la
cara se le ponía del color del comunismo y lo único que conseguía hacer era
disculparse para ir al lavabo. ¿Por qué no podía hablar? Había algo que le
impedía expresar su opinión. Tal vez el miedo a enfrentarse con gente que no
iba a cambiar de idea y que iba a usar todos los argumentos que ella sabía
desmontar con facilidad, pero que temía se trabase a mitad del debate. Tal vez
dejar en evidencia a sus padres, que los viejos amigos se llevaran un chasco o
incluso se ofendiesen. Sobre todo que la tomasen como una loca extremista según
ellos, cosas de la edad, fases. Que invalidaran su palabra. Porque al fin y al
cabo, ¿qué más da? ¿Por qué no podía denunciar las barbaridades que sus
supuestos amigos y amigas soltaban entre bocado y bocado?
“Gente imbécil hay en todas partes” pero cada vez se lo
creía menos. Cada vez se daba más cuenta de que era una cosa estructural, un
pensamiento incrustado en las mentes de millones de personas (tal vez siete
millones, seguramente muchos más) que se negaban aceptar la realidad, a
renunciar a sus privilegios, a reconocer que eran opresores u opresoras y que
estaban ejerciendo esa opresión quisieran o no.
Colgó el teléfono y volvió a la terraza, donde los demás
estaban empezando el segundo gin tonic.
-Uy, qué cara traes. Alguien echa de menos un buen polvo…-
dijo con sorna uno de los invitados.
-No echo de menos nada, muchas gracias.
Silencio. Hasta aquí habíamos llegado.
-Marta, era una broma, no te lo…
-Estoy un poco harta de vuestras bromas, esas bromas en las
que el sujeto es siempre un negro o un moro, una mujer o un maricón. Siempre
están protagonizadas por gente que, casualmente, vive en una opresión
constante. Son chistes racistas, homófobos y machistas. Dais vergüenza. Os hacen
gracia porque vosotros no lo sufrís.
-Marta, por favor…
-No, por favor no, eso lo debería decir yo. Cuando os maten
por vuestra condición racial, social o de orientación sexual me diréis si os
hace tanta gracia.
Cogió el bolso y se encaminó hacia la puerta.
-Tienes un trocito de algún animal muerto entre los dientes.
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